Dicen que ha venido un cierto extranjero, un mago, un encantador del país de Lidia, que lleva una melena larga y perfumada de bucles rubios, de rostro lascivo, con los atractivos de Afrodita en sus ojos. ¡Y éste anda de día y de noche fascinando a nuestras jóvenes con los ritos mistéricos del evohé!
Eurípides, Bacantes
Era hijo de Zeus. Su madre Sémele, estando embarazada y siendo mortal, muere fulminada cuando Zeus, cumpliendo su deseo, se le presenta en toda su plenitud. Para que el niño no muera, Gea, la tierra, lo envuelve en una tupida hiedra húmeda y Zeus lo coloca en su muslo para que ahí cumpla el tiempo de su gestación. Dionisos, en esta versión del mito, es “el que nace dos veces”.
Lo acompañaron, desde su infancia, las musas, las ménades, los sátiros y los silenos. La hiedra verde coronó su cabeza y la vid y el vino tuvieron un lugar de privilegio dentro de los misterios de su culto. Su esencia se confunde con la vida en estado puro, simboliza la fuerza vital que recorre el universo y que no muere nunca tras la maravillosa danza de las transformaciones cíclicas.
El delirio y el desborde de sus fiestas, provocado por el vino, la música, el baile y el sexo, desdibuja las fronteras entre el dios y el hombre y entre el hombre y el salvajismo natural. Así, todas las criaturas se encuentran fraternalmente unidas. Y es en esa percepción de unidad, por debajo de las distintas formas y apariencias donde, como señala Nietzsche, encuentra el griego consuelo metafísico.
Frente al resto de los dioses olímpicos, Dionisos encarna a lo Otro. Porque el hombre arrebatado por el dios, introducido en su reino a través del éxtasis, es un hombre distinto del que era cuando se hallaba envuelto en el ajetreo del mundo. El paso del tiempo suavizará, controlará y dominará los excesos de los rituales del dios de la máscara y del disfraz. Transformación prodigiosa hasta fundar el lugar donde lo ficticio tiene la cualidad de lo real, el teatro.